Quien Mejor que Arturo Uslar para dilucidar el punto entre las palabrotas y la espiritualidad.
Abajo esta el articulo de Vargas Llosa ( mencionado en clase ) sobre la renuncia papal el cual nos refleja la velocidad de la Iglesia actual.
EL HOMBRE QUE ESTORBABA
No sé por qué ha sorprendido tanto la
abdicación de Benedicto XVI; aunque excepcional, no era imprevisible. Bastaba
verlo, frágil y como extraviado en medio de esas multitudes en las que su
función lo obligaba a sumergirse, haciendo esfuerzos sobrehumanos para parecer
el protagonista de esos espectáculos obviamente írritos a su temperamento y
vocación. A diferencia de su predecesor, Juan Pablo II, que se movía como pez
en el agua entre esas masas de creyentes y curiosos que congrega el Papa en
todas sus apariciones, Benedicto XVI parecía totalmente ajeno a esos fastos gregarios
que constituyen tareas imprescindibles del Pontífice en la actualidad. Así se
comprende mejor su resistencia a aceptar la silla de San Pedro que le fue
impuesta por el cónclave hace ocho años y a la que, como se sabe ahora, nunca
aspiró. Sólo abandonan el poder absoluto, con la facilidad con que él acaba de
hacerlo, aquellas rarezas que, en vez de codiciarlo, desprecian el poder.
No era un hombre carismático ni de
tribuna, como Karol Wojtyla, el Papa polaco. Era un hombre de biblioteca y de
cátedra, de reflexión y de estudio, seguramente uno de los Pontífices más
inteligentes y cultos que ha tenido en toda su historia la Iglesia católica. En
una época en que las ideas y las razones importan mucho menos que las imágenes
y los gestos, Joseph Ratzinger era ya un anacronismo, pues pertenecía a lo más
conspicuo de una especie en extinción: el intelectual. Reflexionaba con hondura
y originalidad, apoyado en una enorme información teológica, filosófica,
histórica y literaria, adquirida en la decena de lenguas clásicas y modernas
que dominaba, entre ellas el latín, el griego y el hebreo.
Aunque concebidos siempre dentro de
la ortodoxia cristiana pero con un criterio muy amplio, sus libros y encíclicas
desbordaban a menudo lo estrictamente dogmático y contenían novedosas y audaces
reflexiones sobre los problemas morales, culturales y existenciales de nuestro
tiempo que lectores no creyentes podían leer con provecho y a menudo —a mí me
ha ocurrido— turbación. Sus tres volúmenes dedicados a Jesús de Nazaret, su
pequeña autobiografía y sus tres encíclicas —sobre todo la segunda, Spe Salvi,
de 2007, dedicada a analizar la naturaleza bifronte de la ciencia que puede
enriquecer de manera extraordinaria la vida humana pero también destruirla y
degradarla—, tienen un vigor dialéctico y una elegancia expositiva que destacan
nítidamente entre los textos convencionales y redundantes, escritos para
convencidos, que suele producir el Vaticano desde hace mucho tiempo.
A Benedicto XVI le ha tocado uno de
los períodos más difíciles que ha enfrentado el cristianismo en sus más de dos
mil años de historia. La secularización de la sociedad avanza a gran velocidad,
sobre todo en Occidente, ciudadela de la Iglesia hasta hace relativamente pocos
decenios. Este proceso se ha agravado con los grandes escándalos de pedofilia
en que están comprometidos centenares de sacerdotes católicos y a los que parte
de la jerarquía protegió o trató de ocultar y que siguen revelándose por
doquier, así como con las acusaciones de blanqueo de capitales y de corrupción
que afectan al banco del Vaticano.
El robo de documentos perpetrado por
Paolo Gabriele, el propio mayordomo y hombre de confianza del Papa, sacó a la
luz las luchas despiadadas, las intrigas y turbios enredos de facciones y
dignatarios en el seno de la curia de Roma enemistados por razón del poder.
Nadie puede negar que Benedicto XVI trató de responder a estos descomunales
desafíos con valentía y decisión, aunque sin éxito. En todos sus intentos
fracasó, porque la cultura y la inteligencia no son suficientes para orientarse
en el dédalo de la política terrenal, y enfrentar el maquiavelismo de los
intereses creados y los poderes fácticos en el seno de la Iglesia, otra de las
enseñanzas que han sacado a la luz esos ocho años de pontificado de Benedicto
XVI, al que, con justicia, L’Osservatore
Romano describió como “un pastor rodeado por lobos”.
Pero hay que reconocer que gracias a
él por fin recibió un castigo oficial en el seno de la Iglesia el reverendo
Marcial Maciel Degollado, el mejicano de prontuario satánico, y fue declarada
en reorganización la congregación fundada por él, la Legión de Cristo, que
hasta entonces había merecido apoyos vergonzosos en la más alta jerarquía
vaticana. Benedicto XVI fue el primer Papa en pedir perdón por los abusos
sexuales en colegios y seminarios católicos, en reunirse con asociaciones de
víctimas y en convocar la primera conferencia eclesiástica dedicada a recibir
el testimonio de los propios vejados y de establecer normas y reglamentos que
evitaran la repetición en el futuro de semejantes iniquidades. Pero también es
cierto que nada de esto ha sido suficiente para borrar el desprestigio que ello
ha traído a la institución, pues constantemente siguen apareciendo inquietantes
señales de que, pese a aquellas directivas dadas por él, en muchas partes
todavía los esfuerzos de las autoridades de la Iglesia se orientan más a
proteger o disimular las fechorías de pedofilia que se cometen que a
denunciarlas y castigarlas.
Tampoco parecen haber tenido mucho
éxito los esfuerzos de Benedicto XVI por poner fin a las acusaciones de
blanqueo de capitales y tráficos delictuosos del banco del Vaticano. La
expulsión del presidente de la institución, Ettore Gotti Tedeschi, cercano al
Opus Dei y protegido del cardenal Tarcisio Bertone, por “irregularidades de su
gestión”, promovida por el Papa, así como su reemplazo por el barón Ernst von
Freyberg, ocurren demasiado tarde para atajar los procesos judiciales y las
investigaciones policiales en marcha relacionadas, al parecer, con operaciones
mercantiles ilícitas y tráficos que ascenderían a astronómicas cantidades de
dinero, asunto que sólo puede seguir erosionando la imagen pública de la
Iglesia y confirmando que en su seno lo terrenal prevalece a veces sobre lo
espiritual y en el sentido más innoble de la palabra.
Joseph Ratzinger había pertenecido al
sector más bien progresista de la Iglesia durante el Concilio Vaticano II, en
el que fue asesor del cardenal Frings y donde defendió la necesidad de un
“debate abierto” sobre todos los temas, pero luego se fue alineando cada vez
más con el ala conservadora, y como Prefecto de la Congregación para la
Doctrina de la Fe (la antigua Inquisición) fue un adversario resuelto de la
Teología de la Liberación y de toda forma de concesión en temas como la
ordenación de mujeres, el aborto, el matrimonio homosexual e, incluso, el uso
de preservativos que, en algún momento de su pasado, había llegado a considerar
admisible.
Esto, desde luego, hacía de él un
anacronismo dentro del anacronismo en que se ha ido convirtiendo la Iglesia. Pero
sus razones no eran tontas ni superficiales y quienes las rechazamos, tenemos
que tratar de entenderlas por extemporáneas que nos parezcan. Estaba convencido
que si la Iglesia católica comenzaba abriéndose a las reformas de la modernidad
su desintegración sería irreversible y, en vez de abrazar su época, entraría en
un proceso de anarquía y dislocación internas capaz de transformarla en un
archipiélago de sectas enfrentadas unas con otras, algo semejante a esas
iglesias evangélicas, algunas circenses, con las que el catolicismo compite
cada vez más –y no con mucho éxito— en los sectores más deprimidos y marginales
del Tercer Mundo. La única forma de impedir, a su juicio, que el riquísimo
patrimonio intelectual, teológico y artístico fecundado por el cristianismo se
desbaratara en un aquelarre revisionista y una feria de disputas ideológicas,
era preservando el denominador común de la tradición y del dogma, aun si ello
significaba que la familia católica se fuera reduciendo y marginando cada vez
más en un mundo devastado por el materialismo, la codicia y el relativismo
moral.
Juzgar hasta qué punto Benedicto XVI
fue acertado o no en este tema es algo que, claro está, corresponde sólo a los
católicos. Pero los no creyentes haríamos mal en festejar como una victoria del
progreso y la libertad el fracaso de Joseph Ratzinger en el trono de San Pedro.
Él no sólo representaba la tradición conservadora de la Iglesia, sino, también,
su mejor herencia: la de la alta y revolucionaria cultura clásica y
renacentista que, no lo olvidemos, la Iglesia preservó y difundió a través de
sus conventos, bibliotecas y seminarios, aquella cultura que impregnó al mundo
entero con ideas, formas y costumbres que acabaron con la esclavitud y, tomando
distancia con Roma, hicieron posibles las nociones de igualdad, solidaridad,
derechos humanos, libertad, democracia, e impulsaron decisivamente el
desarrollo del pensamiento, del arte, de las letras, y contribuyeron a acabar
con la barbarie e impulsar la civilización.
La
decadencia y mediocrización intelectual de la Iglesia que ha puesto en
evidencia la soledad de Benedicto XVI y la sensación de impotencia que parece
haberlo rodeado en estos últimos años es sin duda factor primordial de su
renuncia, y un inquietante atisbo de lo reñida que está nuestra época con todo
lo que representa vida espiritual, preocupación por los valores éticos y
vocación por la cultura y las ideas.
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